Hipólito León Rivail, más conocido por el nombre de
Allan Kardec por él adoptado al convertirse en ferviente partidario del
espiritismo, fue en sus primeros tiempos un escéptico furibundo que miraba con
desprecio a quienes se reunían para comunicarse con los seres del más allá.
De resultas del éxito obtenido en la primera sesión
espiritista celebrada en Hydesville, algunos entusiastas partidarios de la
nueva religión abordaron el año siguiente el vapor Washington y llegaron a la
ciudad alemana de Bremen, para dar a conocer sus experiencias, como si fueran
vulgares misioneros.
Estalló entonces una epidemia que no tardó en
extenderse por toda Europa. Pero en dos países tuvo mayor éxito la doctrina:
Inglaterra y Francia, donde el espiritismo vería surgir pronto a su profeta
número uno: Allan Kardec.
Había estudiado medicina con provecho
Su verdadero nombre era Hipólito León Rivail y había nacido el 3 de octubre de
1804 en la ciudad de Lyon, famosa por los numerosos santos, mistagogos,
ocultistas y mártires que en ella han nacido. Aquí nacería también el discutido
Monsieur Philippe, el mismo que sería llamado por Nicolás II a la corte de los
zares y que debió abandonar para dar paso a otro sujeto no menos famoso:
Rasputín.
El joven Hipólito estudió en la institución más
acreditada de toda Europa, situadas a orillas del lago suizo de Neufchatel, que
dirigía en aquellos tiempos el gran pedagogo Juan Enrique Pestalozzi. Hipólito
era inteligente y muy buen estudiante. Aprendió varias lenguas al mismo tiempo
y supo de la existencia del espiritismo llegado a Suiza.
Obtuvo en 1824 su titulo de doctor en medicina y
regresó a Lyon dispuesto a abrir, en la rue de Sévres, un instituto de
enseñanzas que regiría por el sistema Pestalozzi. Se casó con una mujer nueve
años mayor que él e inició lo que podría calificarse de existencia monótona:
daba cursos gratuitos de química, física, astronomía y anatomía. Es decir, nada
de otro mundo. Y se dedicaba, en sus ratos libres, a escribir libros con la
intención de liberar a los jóvenes de cualquier absurda superstición, contraria
a la ciencia que pudiera encadenarlos a ella. Eran los tiempos en que había
llegado a su fin el reinado napoleónico.
Decía en aquellos días Hipólito Rivail que la vida
es una continua aplicación de la ciencia y que el estudioso reirá de la
credulidad de los ignorantes; no creerá en fantasmas, y hará mofa de los
espíritus. Así pensaba Rivail y, siguió haciéndolo muchos años más, hasta que
en la primavera de 1854, habiendo cumplido 50 años cambiaron las cosas. Conoció
a cierto Fortier, que se decía magnetizador y le enseñó la existencia de las
mesas giratorias, que no sólo pueden moverse por sí solas, sino que saben a
veces hablar: se las interroga y responden.
A Rivail no le agradaba que se burlasen de él.
Aceptaría el fenómeno cuando lo viera con sus propios ojos. Por algo poseía una
mente lúcida, científica. Una mesa es un objeto inanimado que carece de cerebro
para pensar y nervios para sentir. Lo que Fortier deseaba mostrarle era un
truco para engañar a las señoras ignorantes. No consiguió Fortier que Rivail
presenciase una de las sesiones, pero logró algo muy importante: despertar su
curiosidad. En Rivail coexistían dos seres distintos, como sucede en todos los
humanos: un crédulo y un incrédulo, un científico y un místico insatisfecho que
quiso estudiar el hipnotismo y lo rechazó finalmente, por considerarlo pura
superstición.
Sin embargo, se avino a acudir a casa de cierta
madame Rogers, una prestigiosa médiums local. Las personas que encontró
actuaban con admirable seriedad al referirse a los espíritus. Lo invitaron a
asistir a una velada espiritista en casa de otra médium, madame Plainemaison,
donde sería testigo de una invocación y una prueba de escritura automática. Fue
entonces que conoció las mesas giratorias.
El fenómeno le pareció cosa muy seria
Se reveló en él una nueva fe, en la que intentaría
profundizar. Estuvo presente, a partir de entonces, en todas las veladas
celebradas en casa de esta señora Plainemaison. Allí conoció a los esposos
Baudin, que organizaban sesiones semanales. Rivail descubrió entonces cosas
extraordinarias, increíbles, y comenzó a investigar el origen de los fenómenos.
Una de sus primeras conclusiones fue que los espíritus venidos del más allá
eran el alma de los seres humanos fallecidos.
Las veladas celebradas en casa de los Baudin resultarían demasiado sencillas
para el médico metido a investigador de los fenómenos psíquicos. Por lo
general, el espíritu llegado del más allá tenía que contestar preguntas
estúpidas, como dónde se encontraría un objeto extraviado o saber con qué
príncipe encantador se casarían las jovencitas Baudin. Si las manifestaciones
espiritistas iban a seguir siendo tan prosaicas, más valdría olvidarse de las
veladas para siempre. Sus amigos insistieron en que esperase un poco más. Tal
vez se presentase un espíritu más de acuerdo con su intelecto superior. Y
finalmente, llegó un día cierto espíritu que se hacía llamar Céfiro, que se
declaró ángel guardián de Rivail y prometió revelarle grandes secretos.
Este Céfiro declaró entonces que había conocido a
Rivail en una existencia anterior, cuando vivían los dos en las Galias y eran
excelentes amigos. Hipólito León Rivail era en aquellos días un sacerdote
druida y se llamaba Allan Kardec. Fue suficiente para que Rivail adoptase este
nombre, y por él sería conocido a partir de entonces.
Las relaciones entre ambos y con los demás espíritus serían magníficas, casi de
familia. Entre los seres inmateriales venidos del más allá a entablar
conversaciones con Kardec, por conducto de la mesa, estaban nada menos que San
Juan Evangelista, San Agustín, San Luis, San Vicente de Paúl, Sócrates, Platón,
Benjamín Franklin y el filosofo sueco Swedenborg. Ahora que llegarían
visitantes de tanta importancia, Kardec escribió diversos cuestionarios,
dispuesto a recibir respuestas claras e ilustrativas. Los espíritus no solo
dictaron su doctrina y sus ideas al entusiasta converso, sino que ejercieron
también control y censura.
El 25 de marzo de 1858, siendo las diez de la
mañana, Kardec oyó unos golpes en una pared de su casa. Su esposa Amelia lo oyó
también a su regreso del mercado. En la siguiente velada espiritista, Kardec
preguntó quien había golpeado la pared. Le contestaron que fue un espíritu
familiar, que se encontraría a su lado a todas horas, sobre todo para corregir
los textos que estaba escribiendo, plagados de errores.
Inicia con el pie derecho su carrera de escritor
Rivail-Kardec era un hombre inestable, Céfiro le
había anunciado que debía crear una nueva religión, hermosa y grande, digna del
Creador. Existían ya las bases. Solo faltaba que Allan Kardec iniciase la
tarea. No tardo, gracias al apoyo de Céfiro, en aparecer publicada una síntesis
de las respuestas llegadas del más allá. Era el Libro de los espíritus, que
contenía los principios de la doctrina espiritista sobre la naturaleza de los
seres del más allá, de sus manifestaciones y sus relaciones con los humanos,
las leyes morales, la vida presente, la vida futura y el porvenir de la
humanidad.
Era un volumen de 500 páginas impreso en dos
columnas. En la izquierda estaban las preguntas hechas a los espíritus y a la
derecha las respuestas. Ningún editor se había atrevido a publicar el libro,
así que Kardec se arriesgó a hacer la edición por su cuenta. Resultó de ella un
éxito a nivel nacional. El éxito de la obra se debió, en gran parte, al
atractivo que ofrecía la doctrina de la reencarnación en un pueblo como era el
francés, que en los últimos años había repudiado el pesimismo cristiano.
También había intervenido la publicidad y la organización de los espiritistas.
El libro se convirtió en una pieza litúrgica y mucha gente llegó a creer que,
con solo tocarlo, se enriquecía su alma y se harían realidad sus esperanzas.
Después de aquel libro, Allan Kardec redactó un
opúsculo, con la ayuda de los espíritus, al que tituló El espiritismo en su más
simple expresión, que venía a ser un pequeño breviario del espiritismo. En
todas las capas sociales se puso de moda adherirse a la nueva religión, ante el
desconcierto del clero francés. Uno de los hombres que con mayor entusiasmo se
dedicaron al espiritismo fue el escritor Víctor Hugo. Profundamente trastornado
desde la muerte de su hija Leopoldina, conversaba con ella a diario, en su casa
de Jersey. En una época en que Francia entera era anticlerical por sistema y
republicana por virtud, las ideas de Kardec aportaban a los enemigos de
Napoleón III un espíritu liberal y científico en grado sumo.
Por aquellos días, los espíritus anunciaron a Allan
Kardec que le quedaban 10 años de vida. Debía terminar a tiempo su tarea. Fundó
entonces una revista mensual, a la que llamó La revista espiritista, en las que
aparecieron periódicamente las palabras pronunciadas desde el más allá por
santos y filósofos. No contento con lo anterior, el promotor de la nueva fe
fundó el 1° de abril de 1858 la Sociedad de Estudios Espiritistas. Otro
cualquiera no hubiera recibido permiso de las autoridades, pero en el Gobierno
miraban a Kardec con buenos ojos. Era un buen francés, respetuoso y patriota.
El movimiento espiritista parecía ahora oficina de
negocios. La esposa de Kardec fue designada secretaria de la revista, además de
archivista y lectora de recortes de periódicos. Mientras tanto, el marido
seguía escribiendo. En 1861 apareció el Libro de los médiums y en 1864 apareció
el Evangelio según el espiritismo. En 1868 vio la luz otra obra: El Génesis,
los milagros y las predicciones según el espiritismo. Al mismo tiempo creaba
una vasta red cuyo consejo supremo dirigía personalmente desde el número 59 de
la rue Sainte-Anne, en París. Recorrió todo el país, realizando tareas
proselitistas. En Lyon lo clamaron 30.000 discípulos suyos y en Burdeos lo
llamaron “elegido de Dios”. Kardec se sentía feliz. Se aproximaba el plazo
fijado por Céfiro y los demás espíritus, pero no le importaba. Estaba seguro de
que su doctrina sería muy pronto universal y desplazarían a las otras, ya
caducas.
No todos lo recibieron con aplausos
No todos fueron aplausos para Kardec. En ciertos
lugares se burlaron de él y en otros prohibieron sus libros. Supo que un
librero de Barcelona había pedido una partida grande de sus obras, pero fueron
decomisadas por órdenes del obispo. Como si estuviera en los tiempos de Juana
de Arco, acusó al autor de hereje y mandó quemar sus libros frente a la
catedral, ante una enorme concurrencia que ignoramos si aplaudía o censuraba en
silencio una acción estúpida.
Molesto por lo sucedido, Allan Kardec interrogó a
sus espíritus consejeros. Le aconsejaron no preocuparse, pues del absurdo acto
de fe resultarían más lectores de sus libros y más adeptos de sus ideas. Sus
doctrinas se extenderían por todo el mundo. Nueve meses después del acto de fe
moría el obispo de Barcelona. ¿Coincidencia o castigo del más allá? Pero lo más
increíble de la muerte del prelado fue que, al ser convocado poco después el
espíritu del obispo, confesó su crimen. Se mostró arrepentido de cuanto hizo y
describió los castigos que suelen aplicar en el otro mundo. Decía que una voz
horrible no dejaba de gritarle a todas horas –las horas suelen ser
infinitamente más largas en el más allá- las siguientes palabras: “Quemaste las
ideas y las ideas te quemarán!”.
Poco tiempo después moría Allan Kardec, no sin
haber presenciado antes una lamentable escisión en el seno de sus seguidores
inmediatos. El 31 de marzo de 1869 dejó de existir en su gabinete de trabajo.
Tuvo tiempo de dar consignas a sus discípulos, entre los que figura al
astrónomo Camilo Flammarion, autor del libro La muerte y sus misterios, en el
que recogía las enseñanzas del maestro.
Aunque parezca difícil de creer, casi siglo y medio
después de su muerte, el culto a Kardec sigue en pie y su sepultura es visitada
todavía por numerosos simpatizantes de sus ideas. Y sus libros siguen siendo
best-seller. Sus restos se hallan en el panteón del Pére Lachaise, al este de
París, bajo un dolmen bretón erigido por sus discípulos.