PARTE III
En un descuido del hombre la Ikú de un salto impresionante, se colocó al lado de la difunta, tomó en sus manos la urna y se la monto sobre los hombros dispuesta a salir con su carga mortuoria a cuestas.
El loro se abalanzó decididamente sobre ella en un vano intento por detener sus misteriosos designios, y en sus revoloteos, dejó prendida una pluma en las coyunturas del esqueleto que al ver aquella precia extraña brotando de sus huesos, se asustó y echó a correr puertas afuera huyendo de la pluma que le seguía en su fuga y que por más que corría no atinaba a liberarse en su azoramiento.
De una sola carrera cargando a la muerta sobre sus espaldas cuyo peso casi no sentía porque de ella lo que pesaba era la caja, no paró hasta llegar a las puertas del cementerio.
Corrió y corrió hasta que desfallecida dobló las rodillas y se echó a la vera del camino frente a las puertas del cementerio.
Sacudiendo sus manos sobre la osamenta logró desprenderse de la presencia de la pluma que tanto la había empavorecido y resopló aliviada.
Como una alucinación, poseída de una extraña inquietud que empezaba a invadirla recordó el ataque alevoso a que la había sometido el pajarraco repugnante y sólo atinó a decir: de la que me salvé.
Entretanto la muerta, aprovechando el descanso, paseó su mirada extraviada sobre aquella soledad donde ante la oscuridad poblada de rumores, de sombras, de muertos, enloqueció de miedo y perdió el sentido.
Recuperada del susto, la Ikú dirigió sus pasos hasta el cementerio, donde la esperaba Yewá, nuestra señora de los desamparados, la que vive entre los muertos y las tumbas, la Virgen casta y estéril que prohibe a sus hijos todo comercio carnal y ni siquiera hablar en voz alta o comportarse con rudeza.
Para la ocasión había preparado una recepción muy especial en la que participaba: Obbá, Oyá y todos los Santos que tienen relación con el cementerio.
Oyá con sus truenos y sus centellas, desatados bajo un torrencial aguacero, celebraba la llegada del cadáver, mientras la Ikú con mucha solemnidad le hizo entrega de la caja a Yewá, la diosa encargada de trasladar el sarcófago con los restos de la difunta, por entre callejuelas con muertos acostados por doquier, y el siniestro aspecto de los ataúdes sobre las tumbas abiertas y profanadas.
Tomando en sus manos con mucho cuidado la caja que contenía el cadáver, y haciéndole las reverencias pertinentes para la ocasión, lo llevó así hasta lo más profundo del camposanto, donde toda posibilidad de vida se desvanece en la impotencia inútil de la carne dañada y pestilente.
En esa noche cerrada y tenebrosa, recreada con el sonido imponente de los truenos que parecían romperse sobre los filos espesos de las sombras y el resplandor de las centellas, se estaba celebrando un episodio más de la supervivencia del espíritu sobre la muerte.
Yewá con toda calma, despertando la curiosidad de los antepasados por el batir acompasado de los tambores consagrados y el choque de los hierros de los iniciados sobre los sepulcros, tomó el ataúd y se dirigió lentamente al lugar acordado con Oyá, donde haría entrega del cadáver que Babalú Ayé ofrece a Orisha Oko para que éste se los coma.
Tabaré Güerere