EL ANCIANO ESTAFADOR
Shangó se dirigía en su caballo hacia un
pueblo que no había visitado jamás y donde nadie lo conocía.
El corcel iba a galope tendido y la capa roja del
orisha flotaba dándole al jinete su inconfundible aire de gran señor, de rey de
reyes.
Ya adentrado en su itinerario, encontró a un pobre ciego que caminaba con mucha
dificultad en dirección al mismo lugar.
–¿Vas al pueblo, arugbo? –la voz tronó en los oídos del anciano.
–Sí, hijo –contestó el ciego.
–Dame tu mano que te subiré a mi caballo –le dijo el rey, cuyo buen corazón se
había conmovido al contemplar al desvalido.
Shangó montó al hombre en la grupa, así viajaron un
largo rato hasta llegar al lugar deseado.
–Aquí te voy a dejar –dijo Shangó mientras lo ayudaba a bajar en la calle
principal del pueblo.
–¡Auxilio! –gritó el ciego tan pronto puso un pie en tierra.
–¡Auxilio! Me quieren robar mi caballo –repetía a
toda voz.
Los habitantes del lugar se arremolinaron alrededor de ambos y la justicia no
tardó en llegar.
–Yo recogí a este hombre en el camino y ahora me quiere robar el caballo
–explicaba el ciego a los presentes, que ya
comenzaban a mirar a Shangó con mala cara.
–¿Tienes algo que decir? –le preguntó uno de los soldados que acababa de
llegar.
–Bueno, si él dice que la cabalgadura le pertenece, yo creo que debería saber
si es un caballo o una yegua.
–¿Qué tú respondes, anciano? –preguntó otro soldado.
El ciego cogido de sorpresa por la pregunta que le hiciera el orisha y pensando
que nadie lo vería, tendió su mano buscando los genitales de la bestia para
saber si era hembra o macho.
Los presentes se echaron a reír y los soldados le
devolvieron el caballo a su dueño, no sin antes regañar con toda severidad al
ciego mentiroso.